23 de agosto de 2015

Hoy, cada tanto.

Todavía no puedo comprender por qué requiero de nostalgia para impregnar el mundo de inspiración. Será que cada vez suceden menos aventuras a pesar de vivir en una ciudad vertiginosa? Sera tal vez que existen tantas aventuras que ya ninguna causa mi sorpresa? La realidad es que solo en aquellos momentos donde una sensación dulce sube de mi pecho a la garganta, es cuando entiendo que llegó el día. El momento perfecto para decir. Creo que poco a poco me fui transformando en un libro, o mejor aún, en una inmensa biblioteca. Y no peco de orgullosa en esto. Al explayarme se entenderá que solo me asemejo a ella en lo siguiente: nadie sabe la historia principal. Quien conoce el argumento fundamental al entrar a la biblioteca? Es un universo estallado de posibilidades, de palabras detrás de palabras, de hombres y mujeres corajudos que se enfrentaron a sus miedos y elevaron sus banderas. O la suerte de los cobardes que no pudiendo gritar sus ansias y se escondieron entre oraciones de fantasías descabelladas. Tal vez esto último resuene mas en mi alma. Ese universo perfecto, donde chocan todo tipo de estilos, verdades e incoherencias representa para los transeúntes solo un pequeño edificio, una institución ciudadana, y no mucho mas. Y esto es lo que veo en el espejo. Un edificio con figura humana, con los mayores rasgos de normalidad y al esfuerzo de aparentar tanto para lograr no aparentar nada. Por momentos olvidó que estoy llena de libros y mensajes, por ratos creo que solo soy un cimiento y estructura, por largo tiempo intento mantenerme prolija y moderna. Algo pasa. Ese mencionado color cálido, sabor dulzón que se tropieza en mis palabras y me incita, no, me obliga a entender que soy historia, soy arte, soy lucha e ideología. Soy una guerrera gramatical, una fuente de narraciones desopilantes, un manuscrito de convicciones. Aprovecho que hoy se ha abierto esta puerta, que nadie pasa por esta calle, para dejar bailar a todos mis personajes un vals muy distinto al de Amitié Purí.

Suena la música, ella escucha. No hacen falta dos notas para captar su atención. Se da vuelta y mira el parlante, es un encuentro invisible con la música. Su corazón palpita con rapidez, las manos y brazos se tensan, la sangre se calienta, el cuerpo transpira. Aplaude una vez, aplaude otra vez, la música sube, gira, rueda y rebota por las cuatro paredes. Y cuando el tambor da el primer golpe no hay vuelta atrás. El brazo derecho se extiende al cielo, las piernas saltan alternadas a través del un pasillo y ella va y vuelve en una carrera de felicidad. Salta al tiempo, agita el cuerpo, los brazos, la cadera. Y aún así lo mas llamativo, lo mas exagerado, lo que nadie podría dejar de ver, es su sonrisa. Deja escapar risas y cantos sin letra alguna en compañía de la canción. El ritmo sigue, ella también. No hay un ápice de sensualidad, es una niña que no domina sus extremidades sacudiendo su cuerpo sin tapujos. Él la mira sin sorpresa: ya la conoce. Se levanta de la cama, la abraza y copia en sus saltos y movimientos desaforados. Se ríen sin parar, les duele la panza, pero siguen. La canción finaliza y ellos se miran con un brillo de complicidad en los ojos.
Pequeños ratos de felicidad plena en mi vida conyugal.

A mis nulos pero agradables lectores,

Shummy Little Eyes.